Veinte horas atrás había subido a un micro con un montón de personas que eran, en su mayoría, prácticamente desconocidos. Bueno, los conocía del colegio, de vista, pero mi colegio era muy grande y tenía muchísimos alumnos y yo nunca me caractericé por ser la persona más atenta del mundo cuando se trataba de registrar a la personas. Así que sí, eran desconocidos. La verdad era que estaba muerta de miedo.
Siempre, desde el día que entrabas a mi colegio, todos hablaban de Formosa. Desde hacía ocho años, los alumnos más grandes, tenían la opción de participar de algunos de los 6 grupos que se armaban, y dedicar 10 días de sus vacaciones de invierno a viajar a un barrio de Formosa y trabajar ahí con la gente, de acuerdo a los objetivos que se plantearan en el grupo. Ese año habíamos sido casi 200 los que salimos del colegio un viernes a la noche. El año anterior, un esguince de tobillo había hecho que no pudiera ir. Ese año no había querido terminar igual.
Y ahora ahí estaba. Adelante mío, la ruta angosta con doble mano. Cada treinta segundos pasaba un camión con acoplado a toda velocidad y me dejaba tambaleándome en mi lugar. Cruzando la ruta, nada. Por lo menos eso me parecía.
Estaba rodeada de bolsos y bolsas de dormir y paquetes y cajas con rótulos que habíamos armado la semana anterior. El micro se había ido, y nos había dejado solos, a los 30, al borde de la ruta. Todavía teníamos que cruzar la ruta y llevar todas las cosas hasta la capilla donde nos quedaríamos. El calor era insoportable, a pesar de que era pleno Julio.
San Juan se llamaba el barrio que nos habían asignado, y era ya el cuarto año que se visitaba ese lugar; a pesar de que nunca se superaban los 3 años, se había hecho una excepción. Con los días me enteraría a través de los que estaban repitiendo la experiencia, la historia del lugar. Ahora simplemente observaba todo. Lo primero que se veía cuando se entraba al barrio era a la derecha, sobre la ruta, una casa enorme, casi una mansión con pileta y todo, rodeada por un paredón que superaba los dos metros, a través del cual nos llegaban los ladridos histéricos de varios perros. Siguiendo por la callecita (de tierra, obviamente) llegábamos a la capilla casi abandonada. En realidad era una especie de galpón, donde dormiríamos, con un altar en un extremo, dos cuartitos conectados, y una cocina precaria afuera; todo ubicado en un terreno delimitado por algunos palos y alambre. Claro, había dos arcos improvisados. Pero ni baño, ni agua: una letrina en el fondo y una bomba de agua afuera. Doña Sara, nuestra vecina de enfrente, era una viejita que vivía sola en la única casa propiamente dicha que vi allá, nos prestaba el baño durante el día, y en el fondo del terreno de su casa, había una estructura de cemento y un quincho que serviría para que instaláramos el tanquecito que pretendía calentar agua para que pudiéramos bañarnos (lo cual raramente sucedía, y era todo un acontecimiento).
Una vez instalados, las cosas pasaban muy rápido. Nos levantábamos a las 7 tiritando de frío, para a las 3 horas estar ahogándonos de calor. Dividíamos el día entre San Juan y Santa Isabel, el barrio más cercano al que llegábamos en un colectivo que tomábamos en la ruta y que copábamos cada vez que los 30 teníamos que trasladarnos. A la noche terminábamos muertos de sueño, más de una vez me quedé dormida sentada mientras alguno hablaba o tocaba la guitarra.
Por eso, porque siempre había algo que hacer, alguien con quien jugar o con quien hablar, y porque la cabeza se vuelve un torbellino cuando hay tanto que pensar y procesar; por eso creo que m cabeza pudo retener imágenes fragmentadas de esos días. Algo que alguien dijo o escuché, algo que vi u olí o comí.
El humo era una constante allá. Venía de los hornos de ladrillos que había a unas cuadras de la capilla (aunque allá todo está a unas cuadras de algo más), donde empezaba el monte. Varios hombres se juntaban en torno a bloques enormes de barro y durante 5 días tenían que mantener el fuego vivo, y una vez pasado ese tiempo, se dejaba enfriar y se extraían los ladrillos de la gran masa. Nos lo contó una vez uno de esos hombres a mí y a dos de mis compañeros cuando fuimos a hablar con ellos, y me acuerdo que sus ojos estaban lagañosos y muy irritados y rojos, y casi no los podía abrir, supongo que por culpa del fuego. Esa era una de las changas que usaban para sobrevivir.
Pero el humo estaba ahí, todo el tiempo, en el aire, en la gente, en el pelo de los chicos que se me trepaban y en mi ropa, y finalmente, en mí misma.
"Igual que el hijo de Fulano, que ahora se fue al interior a ayudar a la gente". Escuché esa frase muchas veces, y todas esas veces me reí para mí misma. "Qué idiotas nosotros- pensé- que creemos que venimos a ayudar a alguien". Aprendí lo digna que eran esas personas, que viviendo en lo que, a nuestros ojos, eran condiciones lamentables, que además sentían el deber de ayudar a "los que no tienen". Aprendí que aun teniendo las mejores intenciones, la prepotencia con la que nosotros viajamos hasta allá, era enorme y ridícula y odiosa.
Hacía meses que no llovía, y el viento era intenso, y la tierra volaba constantemente todo el día metiéndose en los ojos. El agua escaseaba. El sol me aplastaba cada tarde cuando salíamos a recorrer las casas del barrio (al principio, en otra muestra de nuestra prepotencia estúpida, lo llamábamos "pueblo". Más de una corrección orgullosa hizo que nunca más nos equivocáramos) y a visitar a los que quisieran abrirnos la puerta. En esas visitas probé la sopa paraguaya, la milanesa de yacaré y las empanadas de carpincho. Y todas estaban buenísimas.
Era inexplicable para nosotros que los chicos estuvieran vestidos con pantalones largos y buzos con la temperatura que había. Claro, acostumbrados a 50ª del verano, unos 30 o 35 en invierno no era nada. Pero además no tardamos en darnos cuenta de otra cosa: los mosquitos nos torturaron durante todos esos días. No había parte de mi cuerpo que no estuviera cubierta de ronchas gigantescas. Tal vez debería haber usado mangas largas yo también.
Además de las visitas a la gente del barrio, organizábamos apoyo escolar y distintas actividades, para los chicos, los cuales estaban en la puerta de la capilla desde el momento en que nos levantábamos hasta que teníamos casi que echarlos porque nos teníamos que ir a dormir a la noche. Enloquecían por lápices y crayones y dibujos para pintar, y después nos los regalaban a nosotros. También traían sus tareas del colegio para que los ayudáramos.
Mica tenía 13 años, y me pidió que la ayudara. Le pedí que me leyera las consignas y me miró. "A ver, tratá, yo te ayudo" le dije, y traté de animarla. Era raro. El día anterior se había llevado a su casa un libro de los que teníamos en la biblioteca que armamos allá, y cuando volvió al día siguiente se lo leyó a su hermanito, ahí en frente mío. Hablé con ella y entendí. Mica no sabía leer. Había memorizado el libro, en su casa se lo había leído su hermana. Quise saber cómo se las arreglaba en el colegio, qué decía su maestra. No me pudo contestar y los ojos se le llenaron de lágrimas, me pidió que no se lo contara a nadie.
Volvíamos a la tardecita de dejar a los chicos. Algunos vivían lejos, en el medio del monte, como Lucas y Joaco, que eran los hermanitos de Mica. Eran muchos los chicos que venían, pero uno siempre tiene un favorito. Los míos eran Lucas y Joaco. Eran de Boca, y nos peleábamos por eso. Se mataban de risa ellos. Y vivían en el monte. Los pastos te llegaban hasta la cintura ahí, y a esa hora ya casi no se veía nada, y los chicos nos asustaban diciendo que tuvieramos cuidado, que había serpientes. Claro, a nosotros encima, que gracias si en nuestra vida habíamos visto un pollo en algún lugar que no fuera el horno y con papas. Los llevabamos a caballito hasta su casa. La casa de Lucas y Joaco de afuera parecía más un cuarto solo que una casa. Tenían un pozo afuera, para sacar agua, y un montón de gatitos. Un auto que no andaba también ahbía afuera de su casa.
Cuando llegábamos a dejarlos siempre alguien observaba disimuladamente desde adentro. Algunos nos saludaban, otros nos miraban con desconfianza.
El papá de una de las nenas, Lorena, nos acompañaba a veces. Tenía siempre un olor a vino suficiente para desmayar al que se acercara más de un metro a hablarle. Me daba lástima a mi. Allá es muy común eso, y es triste. Muchos hombres, todos casi, se quedaron sin trabajo, no tienen ninguna ocupación, y no hacen más que chupar todo el día. Es raro encontrar alguna familia completa, con padre y madre. Y más raro todavía encontrar una en la que no haya padrastos o madrastras.
Fueron fundamentales para mí durante esos días mis compañeros, que ya no eran desconocidos, ya eran amigos. O algo más. Eran las únicas personas que sabían exactamente cómo me sentía yo en ese momento. En diez días uno puedo aprender mucho sobre las personas que nos rodean, de verdad mucho. Vi a gente por la que no daba dos pesos antes de conocerlos, comportarse de la manera más noble y comprometida que podría haber imaginado. La colaboración era una constante, todos ponían su parte, ayudaban en lo que podían, conteniendo al otro. Discutíamos y nos peleabamos, pero era bueno, porque las discusiones eran causadas por el compromiso que habíamos tomado, por la certeza de que había algo bueno por hacer y de que había que llevarlo adelante hasta las últimas consecuencias. Aun cuando no dábamos más de cansancio, cuando teníamos que levantarnos tempranísimo, siempre había alguno con la mejor voluntad dispuesto a bombear agua del pozo para que pudieras lavarte el pelo, o a llevarte la mochila o a tocar en la guitarra una canción que te gustaba o nada más hablar. Y ninguno era perfecto, ni un santo, ni nadie extraordinario. Simplemente pasaba que todos teníamos ganas de hacer algo bueno.
Los distintos grupos que habían salido del colegio, igual que cada año, eran distribuídos en diferentes barrios. En teoría, a cada barrio se iba hasta 3 años seguidos, y después se comenzaba el proyecto en otro barrio, y así sucesivamente. El objetivo era dejar en cada lugar a un grupo de personas que hicieran durante el año y que continuaran cuando nosotros nos fuéramos las mismas actividades que habíamos llevado adelante. Pretendíamos ayudar en lo que pudiéramos a la comunicación entre la gente dle barrio, que muchas veces estaban divididos por chismes y conflictos que podrían parecer hasta tontos. Nosotros contábamos con una ventaja enorme (y aun hasta hoy, para mí inexplicable): parecía increíble, pero lo que "los misioneros" dijéramos, todos lo escuchaban allá. Nos recibían en sus casas, nos agasajaban, nos daban lo mejor que tenían. Nos ofrecían mantas y comida y todo lo que pudieran, aun antes de que nosotros hubiéramos tenido tiempo de demostrarles nada. Creíamos que podíamos aprovechar eso y dejarles algo.
Volví a mi casa demacrada, mal dormida, casi enferma, con varios kilos menos; en fin, hecha un desastre. Mis modales en la mesa prácticamente habían desaparecido después de comer sentada en el piso durante tantos días. No me importaba cómo me vestía ni si estaba arreglada o no, nada. Era como sacarse un gran peso de encima. De repente era tan obvio y evidente que había cosas realmente importantes y otras tan ridículas que no valían la pena...Reconozco de todas formas, que agradecí con el alma poder volver a bañarme (había podido hacerlo solamente dos veces, y a medias) y que no fuera a la intemperie y con agua fría.
Ahora, habiendo pasado un par de años, habiendo vivido otras experiencias en el medio, la perspectiva cambia mucho. No entiendo como pude pensar ciertas cosas. Por ejemplo, cómo pudimos creer, aunque sea un poco y en el fondo, en que realmente con solamente 10 días podríamos cambiar todo lo que pretendíamos cambiar. En primer lugar, cargábamos, sin darnos cuenta, con el presupuesto soberbio de que había algo que cambiar, y que nosotros eramos quienes podían hacerlo. Tal vez hubiese sido posible con más tiempo y con más preparación, ese dejar algo. Tal vez si hubiéramos tenido tiempo de amoldarnos más a ellos, de entender que no todo pasaba por nosotros. Pero en las condiciones en que sucedió todo, fracasamos.
Me fui de San Juan viendo a Joaco llorando desde el costado de la ruta y sabiendo que no lo vería nunca más, porque ese fue el último año en San Juan. Todos los días, todavía hoy, dos años después, sigo pensando en eso todos los días. Nunca supe si alguien se dió cuenta de que Mica no sabía escribir o cómo está Doña Sara.
Pero entendí que en realidad ese viaje era más para nosotros, para los que íbamos, que para los que estaban allá. Yo cambié y mejoré y crecí más que cualquier persona que yo haya conocido allá, intentado ayudar, por más absurda que me suene ahora esa intención. Es triste y cínico decir esto, pero es parte del proceso. Dolió aceptarlo. Pasé semanas callada y reflexiva cuando volví. Poco después fuimos con mi familia a pasar una semana a Cariló, y de alguna manera, sentí asco de mi misma.
Las cosas que viví allá fueron una visagra definitiva para mí. No pasa un día sin que abra la canilla y valore el hecho de que salga agua, y de que no tenga que salir a lavarme el pelo a una bomba de agua, y eso con suerte. Nunca más dejé un plato con comida para que la tiren. Tomé conciencia de algo que sabía, pero que ahora se hacía más real que nunca, que es que el lugar dodne vivo es una burbuja y que no tiene nada que ver con el resto del país; que se parece mucho más a Formosa que a la Capital.
En mi casa la política y las cuestiones sociales siempre fueron temas sobre la mesa. Crecí escuchando esas cosas, pensando sobre esas cosas. Pero una cosa es escuchar que ciertas cosas pasan y otra muy distinta es que eso pase a tener cara, nombre, familia, una historia. Siento esas cosas más cercanas y casi propias ahora. Puedo decir que lo vi. Y gracias a eso puedo hacer otras cosas al respecto.
Nunca entendí por qué motivo nos recibían con la calidez con la que lo hacían y nos hacían entrar a sus casas o por qué los chicos nos escribían esas cartas que inevitablemente te dejaban llorando a moco tendido, por qué me regalaban esas cosas cuando me fui o por qué lloraban. Yo sí tenía motivos de llorar, yo sí me iba con muchas cosas encima. Muchas más de las que nosotros les dejábamos a ellos.
El año siguiente volví, fuimos a otro barrio esta vez. Pero esa es otra historia.
* Esta es una especie de prueba del texto que, espero, esto lleguará a ser. En un principio había elegido otro viaje, escribí un texto sobre él y todo. Pero cuando estaba a punto de publicarlo me di cuenta de que era éste viaje del que tenía que hablar. Se me complicó un poco más tratar mi viaje a Formosa. Porque tengo muchas más cosas por decir (muchas que además no escribí) y porque tuvo consecuencias en mi vida que no sé si podré llegar a explicar.
Lo que escribí acá es una especie de recopilación de memorias, pero no quieor que el texto final sea así, así que lo voy a cambiar más adelante. Mi intención no era que sonara como algo muy cursi, aunque es difícil, porque las cosas que pasé en esos días fueron muy fuertes (más de lo que yo hubiera esperado) y a veces hay ciertas palabras que preferiría evitar, pero no encuentor otras para describir ese sentimiento en particular.
Por ahora subo este borrador, entonces, para que puedan ver un poco de qué se trata. Peor no creo que dude mucho así como lo ven.
Ah, y todo eso que expliqué es el motivo por el cual además, subí el texto tan a último momento.