miércoles, 30 de abril de 2008
Zona Narrativa: Parte II
Los que se quedan
La tarde que Malena desapareció las nubes que amenazan con traer una tormenta de verano habían empezado a aparecer en el cielo.
No puedo decir que haya sido una sorpresa para mí que ella se fuera. El pueblo había comenzado a tornarse más y más sombrío en los últimos meses, con cada niño que desaparecía en la oscuridad del bosque. Montones de expediciones habían sido organizadas para buscarlos, todos los hombres del pueblo se habían turnado para recorrerlo en grupos de una punta a la otra y para hacer guardia en el límite entre nuestro pueblo y el bosque durante las noches. Y sin embargo los niños seguían desapareciendo. Llegó el día en que las madres empezaron a resignarse a no volver a ver a sus hijos regresar de sus juegos. Y con cada día la tristeza invadía otra casa, otra familia, hasta que el pueblo quedó ocupado totalmente por la desolación.
Cuando los padres de Malena, mis sobrinos, nos escribieron a mi esposo y a mí ese verano para hacer los arreglos pertinentes a la estadía de la niña en nuestra casa, tal como sucedía todos los veranos, por primera vez me vi tentada a decirles que no, que Malena no podía visitarnos. Me resultaba tremendamente doloroso, ya que la niña era encantadora, educada y alegre, y una compañía maravillosa para un par de viejos.
Sin confesarles a mis sobrinos el verdadero motivo de mi negativa, intenté convencerlos de que esta vez llevaran a la niña con ellos en su viaje; sin embargo, ellos insistieron en enviarla con nosotros, y finalmente no pude rehusarme.
Así fue entonces, que Malena llegó nuevamente a nuestra casa. Se hacía evidente con los días que había empezado a percibir que algo extraño sucedía en el lugar. Era extremadamente observadora y curiosa, aún más de lo común en los niños de su edad; lo cual representaba otro motivo más para alimentar mis preocupaciones. Intentando no controlarla en exceso, la vigilaba constantemente, intentando que ella no lo percibiera. Jamás le sacaba los ojos de encima. Y sobre todo, traté por todos los medios de que no se enterara de lo que sucedía con los otros niños de su edad en el pueblo. Sabía que siendo tan inquieta, no resistiría la tentación de investigar qué sucedía por sí sola.
Ese día, como siempre, observé cada uno de sus movimientos. Al finalizar el almuerzo, la vi escabullirse hacia los campos que rodeaban el poblado, y una nueva ola de preocupación me invadió. Prohibirle que se marchara no haría más que alimentar su curiosidad, así que simplemente me limité a saludarla a modo de advertencia.
Las horas comenzaron a transcurrir sin que se viera ningún rastro de Malena. La preocupación se transformó en terror, y junto a mi esposo recorrimos cada centímetro del lugar, cada casa, cada jardín, pero sin éxito. Se organizaron nuevos grupos para explorar el bosque. Malena no estaba. Lamentándome por no haber hecho caso a mi intuición en un principio, regresamos a la casa desesperados. Tendríamos que hablar con mis sobrinos, explicarles lo que había sucedido. Nunca me lo perdonaría.
Aterrorizada y sumida en la desesperación más grande, me desplomé junto al fuego. Era ya casi noche cerrada. Lo único que quedaba era esperar. Y fue en ese momento, cuando me encontraba ensimismada en mis propios pensamientos, que oí unos pasos ligeros y apresurados que se aproximaban a la puerta, acompañados por una respiración agitada y una tosesita ahogada. No podía ser...
Al otro lado de la puerta, se encontraba Malena, completamente despeinada y sucia, con su ropa desgarrada y raspones en los brazos. Pero lo más llamativo y terrible del aspecto de la niña, no era el estado de su ropa. Estaba pálida como un fantasma, ojerosa y con los ojos más grandes y tristes y brillantes que nunca. Se veía distinta, como si hubiera envejecido de preocupación de repente.
La abracé y rompió en llanto en mi pecho, y me rompió el corazón. Le cambié la ropa, le di leche caliente y la llevamos a la cama, pero no dejaba de sollozar desesperadamente. Cuando finalmente se durmió, fue en medio de pesadillas y sueños extraños que la hacían hablar y lloriquear y retorcerse en la cama. La fiebre no tardó en subir, y mi esposo se apresuró a buscar al doctor del pueblo. La niña además dejó de hablar, no pronunció palabra hasta su partida, cuando mis sobrinos, habiendo suspendido su viaje, volvieron a llevársela.
No fue hasta varios años después que volvimos a ver a Malena, pero siempre en la casa de mis sobrinos en la ciudad, nunca más en nuestro pueblo. Al parecer, la niña no había querido regresar. Y yo tampoco lo hubiera permitido.
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