jueves, 17 de abril de 2008



El aire frío había empezado a colarse por los pasillos laberínticos del subte parisiense, signo infalible de que afuera, en la calle, ya había empezado a oscurecer. M sintió cómo la piel de gallina se extendía por todo su cuerpo y se frotó las manos por los brazos. Le echó una mirada rápida al interior de la funda de guitarra que estaba apoyada en el piso, exáctamente delante de ella. Había una buena cantidad de monedas, media docena de billetes, una lata vacía y unas cuantas colillas de cigarrillo. No había sido el mejor día, pero tampoco el peor. A levantar campamento, pensó para sí misma, y vació el contenido de la funda en los bolsillos del saco de cuero que había conseguido a penas puso pie en París, por un precio más que razonable en el mercado de pulgas que le había recomendado uno de sus últimos ocasionales amigos de ruta antes de partir de Londres.

Mientras se acercaba a la salida, le dió varias vueltas alrededor de su cuello a la bufanda de lana gris y se sacó de la cara los mechones de pelo que se resistían a entrar en la boina ("París no es París sin boina" le advirtió otro amigo viajero, y le regaló la suya).

Era la cuarta parada en el viaje de M, y se podría pensar que tras dos meses de andar rodando por ahí, la capacidad de admirarse frente a las grandes nuevas ciudades se iría perdiendo. Pero nada de eso. Seguía fascinándose con cada nueva calle que conocía, con las personas que iba encontrando en el camino, con cada olor o comida extraña.

M estaba ahora caminando con su guitarra al hombro, tiritando de frío y tosiendo de tal forma que los transeúntes se daban vuelta para ver qué le pasaba a la pobre chica de la tos tuberculosa. Pero ella era feliz, más feliz que nunca.

Desde que partió de su casa, M había trabajado limpiando baños, lavando platos, cocinando pan y siriviendo mesas en bares de las ciudades que visitaba, sin instalarse demasiado en ninguna ni deshacer las valijas por completo. La consigna era recorrer en ese año tanto del mundo como el bolsillo y su físico le permitieran. En cuanto al primero, al no pretender demasiado confort y contar con la capacidad de entablar amistad con casi cualquiera, que generalmente se mostraba más que dispuesto a compartir su techo con ella, hasta el momento no había representado un problema. El físico, por otro lado, ya había empezado a pasarle factura con varias gripes que nunca terminaban de curarse.

Ahora en París, la madrina de la tía del hermano del amigo de su prima segunda, se había ofrecido a hospedarla mientras quisiera quedarse. Madame R era una solterona que vivía sola y estaba feliz de poder contar con otra compañía que no fuera el puñado de gatos que tenía por mascotas. Le gustaba hablar a la señora, tal vez hasta demasiado. Pero M no se podía quejar: techo y comida gratis por tiempo indeterminado, todo a cambio de dedidarle un par de horas de charla después de cenar. Dejando de lado la incontinencia verbal de la que era víctima, Madame R era interesante e inteligente, y contaba con una biblioteca enorme que estaba siempre dispuesta a compartir y discutir con M. Como si fuera poco, la habitación que le había sido destinada era un ático enorme y perfecto, cuya ventana más grande ocupaban casi la totalidad de una pared y desde la cual tenía una vista panorámica del Sena que envidiraría cualquier hotel cinco estrellas . La otra ventana era una redondita y chiquita, que apuntaba directo...a la Torre Eiffel.

Viéndose librada de la obligación de ganar lo suficiente para pagar una renta semanal por una cama donde dormir, M había decidido correr un riesgo y llevar a la práctica el gran lugar común del que tanto había escuchada y del que tanto había hablado: ser una de esos que tocan la guitarra por monedas en el subte de París. Y se daría el gusto de elegir el repertorio que más le gustara a ella y a nadie más, con Joni y Bobby y John, Paul y Ringo y George, aunque no Jimi, por respeto.

Y de ahí volvía cuando la encontramos.
Cruzó media ciudad caminando, nada más que para poder disfrutar París de noche. A pesar del frío y de que los ojos se le llenaran de lágrimas por el viento gélido que los azotaba, ella los abría enormes. Era sábado y las calles estaban llenas de gente, aunque en la medida justa, no tsntas como para molestar.

Casi llegando a la casa de Madame R, pasó por la puerta de un café minúsculo, en una esquina, con un toldo de franjas rojas y blancas, con maceteros florecidos y mesitas para dos en la vereda empedrada, que ahora estaban todas vacías; y escuchó un bandoneón venir de adentro. Miró el interior y vio tres hombres, dos de ellos sentados en una de las mesitas, uno con el bandoneón sobre la falda y el otro cantando, y el tercero, el dueño al parecer, con un repasador en las manos, secando vasos y riéndose de los otros dos. Los tres tenían las caras muy rojas y estaban muy sonrientes, y varias botellas vacías de vino sobre la mesa sugerían el motivo.

M sonrió mientras los veía. Como tantas otras veces a lo largo de su viaje, deseó con toda su alma haber tenido una cámara encima para poder congelar esas imágenes perfectas de lugares perfectos. La misma sensación la había atacado la semana anterior, cuando vio cruzar por la calle a un hombre con una polera blanca y negra con rayas horizontales, bigote finísimo y pañuelo anudado al cuello, andando en bicicleta y cargando en el canasto de adelante una docena de baguettes.

Sin darse cuenta, M se había detenido en el medio de la vereda, con la vista fija en el café del bandoneón, que ahora había apagado sus luces en señal de que los tres hombres se habían ido o a dormir o de juerga.

Algo le cayó en la nariz. Alzó la vista. No estaba demasiado segura, pero parecía nieve. Sí, era nieve. Giró sobre sus talones y vió cómo la luz de las lámparas de la calle y de la luna se reflejaban en los copos que caían entre ella y las torres de Notre Dame un poco más lejos. Otra consgina de su viaje había sido que decidiría sobre la marcha cuánto duraría su estadía en cada lugar. Recordó que T, italiano, el primer amigo que había hecho en su travesía, le había escrito pocos días antes, invitándola a Positano, donde él se encontraba por esos días. Y en ése preciso momento, resolvió que la nieve sobre Notre Dame sería su última imágen perfecta de la perfecta París.

Se cerró el saco de cuero hasta arriba y ajustó más que nunca su bufanda gris. Era tarde, y Madame R debía estar esperándola para cenar y comentar el libro de turno.


3 comentarios:

Emilia dijo...

Presupongo que es el cuento de los anagramas.Qué palabras te tocaron?
Me gusta mucho como está narrado, me parece que haces una descripción bastante minuciosa que ayuda mucho a hacerse una imagen mentald e la situación, y hasta envidiar un poco (o bastante) a M, que se da el lujo de recorrer París.
Quizás no sea mucho lo que se narra, no tengoa un gran conflicto, pero como retrato o foto de una situación en un momento determinado está muy bueno. Quizás puedas, ene ste texto, o en otros, ya que seguimos trabajando en la Zona Narrativa, contarnos un poco más acerca de qué la lleva a viajar, y de qué modo es que emprende la aventura.

Madi dijo...

Todavía no subí los textos del viaje, Emi, lo voy a hacer ´por estos días, así que si podés pasarte una vez que estén, sería buenísimo si pudieras hacer alguna observación de ese.

Besos

Delfi dijo...

Magdalena, me pareció genial tu narración. Como dice Emi, fue tan minuciosa que hasta me generó imágenes de París en la cabeza. La verdad me gustó muchísimo.
¿Por qué se habrá ido de la casa?, pensaba mientras leía...
Saludos, y espero poder leer pronto tu zona narrativa. Delfi.