miércoles, 30 de abril de 2008

Zona Narrativa: Parte I


El viaje

El día que encontré Zara permanece en mi memoria como algo brumoso, algo de lo que nunca estaré segura de si realmente sucedió o no, en especial cuando pasaron tantos años de aquel día.
De pequeña solía pasar cada verano varias semanas con unos tíos lejanos y bastante ancianos que tenía, mientras mis padres viajaban. Nunca me había molestado tener que hacerlo, me consentían y era hasta divertido para mí alejarme de la ciudad por un tiempo. Pero ese verano, cuando llegué al pueblo, me pareció más vacío y antiguo que nunca. Tenía un aspecto medieval del que nunca me había percatado antes, y casi no se veían niños o gente joven en las calles. Después de pasar una semana allí, comencé a aburrirme bastante y a sentirme agobiada por el aire desolador que se percibía en todo el lugar.
Una tarde llegó a la casa una amiga de mi tía. Se sentaron a bordar en el jardín, mientras yo jugaba a alguna distancia con los pollitos que habían nacido unos días atrás. Las escuché murmurar algo sobre el bosque y sobre los niños que se acercaban al límite entre el campo y el bosque a jugar. “Claro,-pensé yo-ahí es donde todos los niños deben estar” y decidí dirigirme el día siguiente a explorar.
El día que siguió, esperé hasta después del almuerzo para escabullirme a escondidas de la casa. Pensé que lo había logrado sin ser vista, cuando estando unos metros afuera, oí a mi tía gritarme “No vuelvas tarde, Malena”.
No tardé en llegar al límite entre el campo y el bosque, pero me tomé mi tiempo hasta decidir entrar. Los árboles eran terriblemente altos y tupidos, y ni un rayo de sol se filtraba entre sus hojas. De los niños que esperaba encontrar, no había ni rastro.
Intenté ignorar el temor que me inspiraba la oscuridad que se extendía delante de mí aún siendo pleno día; tomé aire, cerré los ojos y di un par de pasos hacia adelante.
Esperé uno segundos antes de abrir los ojos, lista para afrontar la negrura más intensa; pero lo que vi no podría haber estado más lejos de lo que esperaba encontrar. Un enorme arco de piedra en el que se leí “Bienvenidos a Zara” tallado, se erguía en la entrada de lo que, un poco más lejos de donde me encontraba, se veía como una ciudad. Perpleja, me volteé para ver donde me encontraba, y para mi sorpresa, contemplé que el temible bosque que hacía segundos se extendía frente a mí, se encontraba ahora a mis espaldas.
Dividida entre un terror atroz y una curiosidad tal que me resultaba difícil controlar, me lancé tan rápido como fui capaz a través del arco, y bajando la colina hacia el pueblo, hacia Zara. A medida que me acercaba, ocultándome tras árboles y piedras para no ser vista, comencé a distinguir pequeñas casas y comercios y gente que circulaba por angostas calles empedradas.
Después de pasar varios días en el colmo del aburrimiento, la perspectiva de explorar un pueblo extraño me resultaba irresistible. Era pequeña y rápida, y nadie me vería; así que observaría un rato a la gente y luego volvería a través del extraño bosque, a la casa de mis tíos. Ese sería el plan.
Divisé una piedra lo suficientemente grande como para ocultarme cerca de un corral con ovejas, ubicado en la parte de atrás de uno de los comercios, cuya entrada exponía maravillosos telares de los colores más extraordinarios que hubiera visto jamás y frente al cual circulaban montones de transeúntes. Me dirigí hasta allí y asomé mi cabeza.
No daba crédito a mis ojos: una multitud caminaba por laberínticas calles, todos hablando animadamente y sonrientes; una multitud compuesta por personas de todas partes del mundo: una pareja de orientales vestidos en relucientes kimonos se mezclaban con un grupo de mujeres africanas en vestidos de un naranja brillante: todas las etnias del planeta parecían haberse concentrado en el lugar. El aire olía a especias y a comida recién preparada, a flores dulces y a fruta madura. Desde alguno de los callejones se oían tambores y flautas y violines invadiendo el lugar con su música. La sensación de aburrimiento y tristeza había desaparecido completamente de mí, y observaba hipnotizada a todas esas personas que se veían tan felices. Donde mirara, todo era reluciente y brillante y cálido, y me llamaba a integrarme al bullicio alegre que se presentaba frente a mí. Estaba a punto de hacerlo, cuando divisé frente a mí a una señora de reluciente cabello rubio, casi blanco, salir de una casa ubicada frente a donde me encontraba. Abrió la puerta, y por una milésima de segundo pude ver lo que había dentro: a pesar de la densa oscuridad que reinaba en el interior de la casa, llegué a distinguir a una veintena de niños sentados en el frío piso de piedra, sucios y harapientos. La puerta se cerró y la horrorosa visión desapareció.Aterrorizada y sin pensar en nada más que en irme del lugar, emprendí la vuelta a la casa, entendiendo ahora qué era aquello que había oído murmurar a mi tía y su amiga el día anterior, cuando hablaron de los niños del pueblo. El bosque ya no me daba miedo, y lo atravesé aún más rápido que la primera vez.
Mis tíos creyeron que me había enfermado, dejé de hablar, estaba pálida y la fiebre me atormentaba por las noches. Preocupados, llamaron a mis padres, quienes suspendieron su viaje y vinieron a buscarme a penas les fue posible.
Nunca supe en realidad qué sucedió con los niños del lugar, mucho menos con los que vi en el interior de la oscura casa en Zara, porque a pesar de que mis padres intentaron convencerme, nunca quise regresar a pasar el verano con mis tíos.

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