miércoles, 30 de abril de 2008
Sobre la zona narrativa
Esto no me resultó tan problemático hasta que tuve que hacer la segunda parte del trabajo, para ya complicarse definitivamente en la tercer parte, la "Construcción del personaje".
Así que por eso, las opiniones, críticas, comentarios o lo que sea, están más que bienvenidos ahora más que nunca.
Zona Narrativa: Parte III
Construcción del personaje
Tenía esa manía de llevar siempre conmigo objetos que en mi opinión, y en general en la de nadie más, podían serme útiles. Mis bolsillos siempre se estiraban bajo el peso de los millones de cosas que se iban acumulando ahí; porque siempre guardaba algo, nunca sacaba nada.
Esta vez, sin embargo, tendría que disimular, nadie podía sospechar de mi expedición. Así fue que me vi obligada a descargar parte del equipaje permanente que llevaba conmigo a todas partes.
La noche anterior a mi partida, escondida bajo las sábanas para que mis tíos, que pensaban que dormía, no notaran la lámpara encendida con la que me iluminaba, seleccioné cuidadosamente lo que llevaría conmigo. Salieron de mis bolsillos una tijera, un par de cordones, varias piedritas de colores que había encontrado en el lago, algunas flores secas, un peine y una cajita de madera llena de semillas. Entraron una navaja minúscula que había encontrado en uno de los cajones de papá, dos velas ya bastante consumidas, una cajita de fósforos con la cara de la reina de Inglaterra y el nombre de un hotel inglés en letras doradas al costado, un pañuelo con puntillas y mis iniciales bordadas, una foto con mis padres. Contando con que al día siguiente me escurriera a la cocina, tomara uno de los panes de mi tía, lo envolviera en el pañuelo y lo guardara en mi bolsillo, ya estaba lista, tenía todo lo necesario.
Zona Narrativa: Parte II
Los que se quedan
La tarde que Malena desapareció las nubes que amenazan con traer una tormenta de verano habían empezado a aparecer en el cielo.
No puedo decir que haya sido una sorpresa para mí que ella se fuera. El pueblo había comenzado a tornarse más y más sombrío en los últimos meses, con cada niño que desaparecía en la oscuridad del bosque. Montones de expediciones habían sido organizadas para buscarlos, todos los hombres del pueblo se habían turnado para recorrerlo en grupos de una punta a la otra y para hacer guardia en el límite entre nuestro pueblo y el bosque durante las noches. Y sin embargo los niños seguían desapareciendo. Llegó el día en que las madres empezaron a resignarse a no volver a ver a sus hijos regresar de sus juegos. Y con cada día la tristeza invadía otra casa, otra familia, hasta que el pueblo quedó ocupado totalmente por la desolación.
Cuando los padres de Malena, mis sobrinos, nos escribieron a mi esposo y a mí ese verano para hacer los arreglos pertinentes a la estadía de la niña en nuestra casa, tal como sucedía todos los veranos, por primera vez me vi tentada a decirles que no, que Malena no podía visitarnos. Me resultaba tremendamente doloroso, ya que la niña era encantadora, educada y alegre, y una compañía maravillosa para un par de viejos.
Sin confesarles a mis sobrinos el verdadero motivo de mi negativa, intenté convencerlos de que esta vez llevaran a la niña con ellos en su viaje; sin embargo, ellos insistieron en enviarla con nosotros, y finalmente no pude rehusarme.
Así fue entonces, que Malena llegó nuevamente a nuestra casa. Se hacía evidente con los días que había empezado a percibir que algo extraño sucedía en el lugar. Era extremadamente observadora y curiosa, aún más de lo común en los niños de su edad; lo cual representaba otro motivo más para alimentar mis preocupaciones. Intentando no controlarla en exceso, la vigilaba constantemente, intentando que ella no lo percibiera. Jamás le sacaba los ojos de encima. Y sobre todo, traté por todos los medios de que no se enterara de lo que sucedía con los otros niños de su edad en el pueblo. Sabía que siendo tan inquieta, no resistiría la tentación de investigar qué sucedía por sí sola.
Ese día, como siempre, observé cada uno de sus movimientos. Al finalizar el almuerzo, la vi escabullirse hacia los campos que rodeaban el poblado, y una nueva ola de preocupación me invadió. Prohibirle que se marchara no haría más que alimentar su curiosidad, así que simplemente me limité a saludarla a modo de advertencia.
Las horas comenzaron a transcurrir sin que se viera ningún rastro de Malena. La preocupación se transformó en terror, y junto a mi esposo recorrimos cada centímetro del lugar, cada casa, cada jardín, pero sin éxito. Se organizaron nuevos grupos para explorar el bosque. Malena no estaba. Lamentándome por no haber hecho caso a mi intuición en un principio, regresamos a la casa desesperados. Tendríamos que hablar con mis sobrinos, explicarles lo que había sucedido. Nunca me lo perdonaría.
Aterrorizada y sumida en la desesperación más grande, me desplomé junto al fuego. Era ya casi noche cerrada. Lo único que quedaba era esperar. Y fue en ese momento, cuando me encontraba ensimismada en mis propios pensamientos, que oí unos pasos ligeros y apresurados que se aproximaban a la puerta, acompañados por una respiración agitada y una tosesita ahogada. No podía ser...
Al otro lado de la puerta, se encontraba Malena, completamente despeinada y sucia, con su ropa desgarrada y raspones en los brazos. Pero lo más llamativo y terrible del aspecto de la niña, no era el estado de su ropa. Estaba pálida como un fantasma, ojerosa y con los ojos más grandes y tristes y brillantes que nunca. Se veía distinta, como si hubiera envejecido de preocupación de repente.
La abracé y rompió en llanto en mi pecho, y me rompió el corazón. Le cambié la ropa, le di leche caliente y la llevamos a la cama, pero no dejaba de sollozar desesperadamente. Cuando finalmente se durmió, fue en medio de pesadillas y sueños extraños que la hacían hablar y lloriquear y retorcerse en la cama. La fiebre no tardó en subir, y mi esposo se apresuró a buscar al doctor del pueblo. La niña además dejó de hablar, no pronunció palabra hasta su partida, cuando mis sobrinos, habiendo suspendido su viaje, volvieron a llevársela.
No fue hasta varios años después que volvimos a ver a Malena, pero siempre en la casa de mis sobrinos en la ciudad, nunca más en nuestro pueblo. Al parecer, la niña no había querido regresar. Y yo tampoco lo hubiera permitido.
Zona Narrativa: Parte I
El viaje
El día que encontré Zara permanece en mi memoria como algo brumoso, algo de lo que nunca estaré segura de si realmente sucedió o no, en especial cuando pasaron tantos años de aquel día.
De pequeña solía pasar cada verano varias semanas con unos tíos lejanos y bastante ancianos que tenía, mientras mis padres viajaban. Nunca me había molestado tener que hacerlo, me consentían y era hasta divertido para mí alejarme de la ciudad por un tiempo. Pero ese verano, cuando llegué al pueblo, me pareció más vacío y antiguo que nunca. Tenía un aspecto medieval del que nunca me había percatado antes, y casi no se veían niños o gente joven en las calles. Después de pasar una semana allí, comencé a aburrirme bastante y a sentirme agobiada por el aire desolador que se percibía en todo el lugar.
Una tarde llegó a la casa una amiga de mi tía. Se sentaron a bordar en el jardín, mientras yo jugaba a alguna distancia con los pollitos que habían nacido unos días atrás. Las escuché murmurar algo sobre el bosque y sobre los niños que se acercaban al límite entre el campo y el bosque a jugar. “Claro,-pensé yo-ahí es donde todos los niños deben estar” y decidí dirigirme el día siguiente a explorar.
El día que siguió, esperé hasta después del almuerzo para escabullirme a escondidas de la casa. Pensé que lo había logrado sin ser vista, cuando estando unos metros afuera, oí a mi tía gritarme “No vuelvas tarde, Malena”.
No tardé en llegar al límite entre el campo y el bosque, pero me tomé mi tiempo hasta decidir entrar. Los árboles eran terriblemente altos y tupidos, y ni un rayo de sol se filtraba entre sus hojas. De los niños que esperaba encontrar, no había ni rastro.
Intenté ignorar el temor que me inspiraba la oscuridad que se extendía delante de mí aún siendo pleno día; tomé aire, cerré los ojos y di un par de pasos hacia adelante.
Esperé uno segundos antes de abrir los ojos, lista para afrontar la negrura más intensa; pero lo que vi no podría haber estado más lejos de lo que esperaba encontrar. Un enorme arco de piedra en el que se leí “Bienvenidos a Zara” tallado, se erguía en la entrada de lo que, un poco más lejos de donde me encontraba, se veía como una ciudad. Perpleja, me volteé para ver donde me encontraba, y para mi sorpresa, contemplé que el temible bosque que hacía segundos se extendía frente a mí, se encontraba ahora a mis espaldas.
Dividida entre un terror atroz y una curiosidad tal que me resultaba difícil controlar, me lancé tan rápido como fui capaz a través del arco, y bajando la colina hacia el pueblo, hacia Zara. A medida que me acercaba, ocultándome tras árboles y piedras para no ser vista, comencé a distinguir pequeñas casas y comercios y gente que circulaba por angostas calles empedradas.
Después de pasar varios días en el colmo del aburrimiento, la perspectiva de explorar un pueblo extraño me resultaba irresistible. Era pequeña y rápida, y nadie me vería; así que observaría un rato a la gente y luego volvería a través del extraño bosque, a la casa de mis tíos. Ese sería el plan.
Divisé una piedra lo suficientemente grande como para ocultarme cerca de un corral con ovejas, ubicado en la parte de atrás de uno de los comercios, cuya entrada exponía maravillosos telares de los colores más extraordinarios que hubiera visto jamás y frente al cual circulaban montones de transeúntes. Me dirigí hasta allí y asomé mi cabeza.
No daba crédito a mis ojos: una multitud caminaba por laberínticas calles, todos hablando animadamente y sonrientes; una multitud compuesta por personas de todas partes del mundo: una pareja de orientales vestidos en relucientes kimonos se mezclaban con un grupo de mujeres africanas en vestidos de un naranja brillante: todas las etnias del planeta parecían haberse concentrado en el lugar. El aire olía a especias y a comida recién preparada, a flores dulces y a fruta madura. Desde alguno de los callejones se oían tambores y flautas y violines invadiendo el lugar con su música. La sensación de aburrimiento y tristeza había desaparecido completamente de mí, y observaba hipnotizada a todas esas personas que se veían tan felices. Donde mirara, todo era reluciente y brillante y cálido, y me llamaba a integrarme al bullicio alegre que se presentaba frente a mí. Estaba a punto de hacerlo, cuando divisé frente a mí a una señora de reluciente cabello rubio, casi blanco, salir de una casa ubicada frente a donde me encontraba. Abrió la puerta, y por una milésima de segundo pude ver lo que había dentro: a pesar de la densa oscuridad que reinaba en el interior de la casa, llegué a distinguir a una veintena de niños sentados en el frío piso de piedra, sucios y harapientos. La puerta se cerró y la horrorosa visión desapareció.Aterrorizada y sin pensar en nada más que en irme del lugar, emprendí la vuelta a la casa, entendiendo ahora qué era aquello que había oído murmurar a mi tía y su amiga el día anterior, cuando hablaron de los niños del pueblo. El bosque ya no me daba miedo, y lo atravesé aún más rápido que la primera vez.
Mis tíos creyeron que me había enfermado, dejé de hablar, estaba pálida y la fiebre me atormentaba por las noches. Preocupados, llamaron a mis padres, quienes suspendieron su viaje y vinieron a buscarme a penas les fue posible.
Nunca supe en realidad qué sucedió con los niños del lugar, mucho menos con los que vi en el interior de la oscura casa en Zara, porque a pesar de que mis padres intentaron convencerme, nunca quise regresar a pasar el verano con mis tíos.
lunes, 21 de abril de 2008
Elige tu propia aventura: Una noche en el BAFICI
Hall de Entrada
Para evitarles dolores de cabezaa más de uno por tener que leer todo lo que escribí en un arranque de entusiasmo, les facilito el camino, nada más tienen que elegir:
- Si querés saber con lujo de detalles qué pasó cuando llegamos al cine, pasa por acá.
- Si preferís saltearte las mil y una que tuvieron que pasar las pobres protagonistas para conseguir un asiento en la función e ir directamente a enterarte para qué tanto escándalo, Sala 1 arriba.
Afuera
Otro año de BAFICI. El décimo, para ser más precisa, aunque para mí recién es el segundo. 430 y pico películas a proyectar, de las cuales, obviamente, tengo que hacer una selección. Ardua tarea si las hay. Filtro número uno, entonces: Temas. La gran mayoría de los títulos no me dicen absolutamente nada, así que aunque pueda parecer mediocre, voy eso sobre lo que, creo, conozco más: sección música. Ahí sí, me acomodo un poco y elijo seis películas que quiero ver. Filtro número dos ahora: horarios. Es todo un tema esto hacer encajar todos los horarios y los días sin que ninguna función se superponga con otra ni con el resto de las cosas que tengo que hacer, teniendo en cuenta además que dormí con la venta anticipada, por lo que me veo obligada a dedicarle bastante tiempo extra a llegar con anticipación al cine en el día de la función si es que pretendo conseguir mi entrada; la locura que despierta el festival en los fanáticos del cine (y en los no tanto también) hace que las entradas vuelen y que muchas veces uno se encuentre con un odioso cartel de "Agotadas" en la boletería del cine, cuando tan entusiasmado se está por ver la película que, sabe, es muy poco probable que llegue al videoclub amigo, mucho menos aparecer jamás en la cartelera de todos los días del Abasto.
Tristemente y aún sabiendo lo rápido que desaparecen las localidades, más o menos eso es lo que me pasó a mí cuando el sábado a la noche llegué al Atlas Santa Fe con precavidas dos horas de anticipación para ver I'm Not There. El detestable cartel, casi como un "Te lo dije" impreso en papel, me esperaba en el vidrio de la boletería, donde la chica que vende entradas estaba estirando hasta longitudes insospechadas un chicle cuya mitad todavía estaba adentro de su boca.
Totalmente desahuciada me senté con mi amiga F en las escaleras de la entrada a esperar a mi otra amiga, V, que todavía no había llegado. Mientras F y yo hablábamos (en realidad F hablaba, yo hacía que la escuchaba, pero por dentro estaba sopesando las posibilidades que habría de asaltar a la primer persona con entradas para la película que se acercara a hacer la cola), tres personas más se acercaron a la boletería, se quedaron paralizados viendo el cartel, y se fueron cabizbajos y con cara de pollo mojado, más o menos como seguramente debí de haber hecho yo.
Por qué tanto problema por una película, dirán ustedes, si hay como cuatrocientas más. Bueno, además del hecho de que a los filtros ya mencionados se sume el filtro del humo-causador-de-alergias-y-resfríos que termina haciendo que la lista de películas que ibas a ver se reduzca de cinco a solamente dos, nuestra la película para hoy no fue elegida al tun tun, así como así. Resulta que I'm Not There es la biopic de Todd Haynes sobre Bob Dylan, y resulta también que yo soy fanática de Bob Dylan, pero un fanatismo que raya niveles enfermizos, eh...Mi amiga V comparte la obsesión conmigo, obsesión que además es vista con preocupación por el resto de nuestras amigas, que ya prácticamente se resignaron a dejarnos ser cada vez que, como poseídas, iniciamos enardecidas conversaciones dylanianas fundamentalistas. Mi amiga F, sin embargo, ocasionalmente trata de interiorizarse con el asunto, hace preguntas, escucha algún disco y emite su opinión; todo esto un poco porque le da curiosidad y otro poco porque nos quiere mucho. Como hoy, por ejemplo, que se acopló al dúo dinámico y con la mejor buena voluntad está dispuesta a pasar alrededor de dos horas tratando de pescar algo sobre este muchacho oriundo de Minnesota.
Pero volvamos a Santa Fe 2015 (o sea, al cine donde nos encontramos): V llega un poco después con la misma expresión desolada que las tres personas que pasaron antes que ella. Es temprano todavía, y arrastramos los pies hasta una heladería de ahí cerca (una heladería carísima, dicho sea de paso, donde el helado parece que importan desde los Alpes Suizos donde lo preparan artesanalmente ancianitas ciegas) para hacer algo de tiempo. Tenemos un plan: vamos a esperar hasta media hora antes de la película para ir a la puerta del cine, y esperar con los dedos cruzados que llegue alguien que por algún motivo no pueda asistir a la función y venda las entradas, como es moneda corriente en la antesala de muchas de las películas del BAFICI.
Así es que terminamos el helado de oro y encaramos nuevamente para el cine. Hay una cola que da vuelta la esquina,y me invade una oleada de odio hacia todos y cada uno de ellos, pensando que muchos deben haber comprado su entrada porque sí, por no tener nada más que hacer, mientras que para mí a esta altura es una cuestión de vida o muerte (tengo que aclara además, que mis ganas de hacer las cosas se multiplican por mil cuando sé que hay algo que me impide hacerlo).
Ensayamos entre nosotras la cara de víctimas para intentar inspirar compasión y nos sentamos en la puerta. Por lo que parece, no somos las únicas en esta situación. Una decena de personas rodea cual buitres la entrada del cine, y hasta hay un tipo, al que la calificación de "aparato" le queda más que chica, con un cartel pegado en el pecho que dice "COMPRO ENTRADAS PARA I'M NOT THERE". "Ah, pero mirá que ridículo" le digo a mis amigas con mi mejor tono de superada. Por dentro pienso "Si le llega a funcionar, hago lo mismo".
15, 10, 5 minutos para el comienzo de la proyección. Hace un rato ya que barajamos la opción de intentar sobornar al tipo que pide las entradas una vez que la puerta de la sala se despeje de gente con su legítima entrada en mano. Estamos casi en eso cuando vemos que dos chicas se acercan al aparato del cartel ¡¡¡y le venden una entrada!!! Nueva oleada de odio. No doy más de la bronca cuando mis amigas suben a hablar con el acomodador y yo me quedo en la cola de la boletería para preguntar si alguien devolvió alguna entrada. En eso dos chicos me preguntan si estoy por comprar entradas para I'm Not There, porque ellos tienen una de más,y yo, con una cara de emoción que definitivamente los asustó, les digo (casi les grito) que sí, pero que somos tres y necesitamos dos más. Otro chico, también aparatoso (cómo abundan en el BAFICI, aunque ya lo sabía no deja de sorprenderme) me indica a una chica de blanco que él creía, tenía entradas. Corriendo voy a hablar con la chica, que en realidad es parte de la organización, y que me responde que no tiene, que recién devolvieron una a la caja y eso es todo lo que hay.
Así que estamos de nuevo donde empezamos, porque además no sé bien por qué motivo mis amigas nunca iniciaron negociaciones con el señor de la puerta de la sala. Ninguna de las tres quiere dirigirle la palabra a la otra: a pesar de nuestros intentos desesperados por salvar la noche de sábado, sabemos cuál es el final inevitable: taza taza. Los ánimos ya no dan para otra cosa. Estamos casi al borde de la resignación, casi girando para irnos, cuando la chica de blanco se me acerca y me dice las palabras que nunca olvidaré en mi vida: "Comprá tres para Tale of Modern Lovers y subí que las hago pasar". Casi le doy un beso.
En tres segundos hicimos todo: boletería, hola-hola, dame tres, por favor, ¿te doy la libreta?, sí, dámela (la chica del chicle ni miró los tres papeles que le pusimos adelante), son12 pesos, gracias-gracias, subimos corriendo, entramos.
Lo primero que vimos cuando pisamos la sala enorme, fueron las cinco primeras filas totalmente vacías. ¿Tanto escándalo para esto, che? Entre el cartel de "Te lo dije" y la visión de semejante cantidad de butacas solitarias, tuve la sensación espantosa de que alguien en algún lugar del universo se estaba riendo mucho de mí. Nos sentamos en una fila lo más arriba que pudimos, con el cuello tirado tan para atrás como nos fue físicamente posible; no sin antes mirarnos entre las tres, contentas como nenitas. 1o segundos después que nosotras entran tres chicos, que se ubican exactamente en frente nuestro. El de buzo rojo mira a los otros dos, "¡Joya!" les dice. Supongo que por la aceleración que traen encima, deben haber pasado por algo bastante parecido a lo nuestro, y están contentísimos y me pongo contenta por ellos. Seguro que los tres tienen una entrada que miente Tale of Modern Lovers en sus bolsillos también.
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Adentro
Datos reelevantes para el que vino directamente a la Sala 1: quien les escribe y sus dos amigas, V y F, después de numerosas idas y venidas, finalmente logramos introducirnos en la función de I'm Not There, película que girta alrededor de la vida de Bob Dylan, de quien V y yo somos fanáticas obsesas. El trailer tal vez ayude a introducir mejor al film:
Vamos entonces a la película propiamente dicha. Yo en realidad, ya la había visto y V también. La paciencia no se encuentra entre mis virtudes, y tuve que bajarla de Internet apenas pude (previo tres intentos fallidos en los cuales bajo el título de I'm Not There me aparecían películas condicionadas). Pero todo el ritual del cine y lo que eso genera, el estar en una sala con un montón de otros fanáticos de Dylan, saber que estoy por ver esa cara bien grande en la pantalla y escuchar esas canciones a un volumen que mi televisión no alcanzaría jamás, hacen que cuando me acomodo en la butaca me sienta como si fuera la primera vez que voy a verla.
Primer escena: una ruta, desde lejos, la moto acelera y cruza la pantalla a lo ancho, mientras el título va apareciendo de a sílabas, jugando con el significado en inglés: "He", "I", "Her", hasta que se completa, "I'm Not There". Acto seguido, aparece su correspondiente (e inexplicable) subtítulo: "Mi historia sin mí". Estalla una carcajada general (realmente no me lo esperaba) que se extiende por la sala entera. A todos nos irritan las malas traducciones (que, además, nos van a torturar a lo largo de todo el film). Sobre todo cuando son así de malas, cuando no se entiende por qué no son literales, por qué se la rebuscan tanto hasta encontrarle un sentido tan pero tan lejos de lo que en verdad significa lo que quieren "traducir". Y me da muchísima risa a mí. Me da risa que esté mal traducido y me da risa que al resto le de risa.
El juego de palabras con el título responde a que son seis los actores que intepretan a Dylan: Cate Blanchett (sí, Cate Blanchett, que además fue nominada al Oscar por su actuación en la película), Christian Bale, Richard Gere, Heath Ledger (aaaaaahhhh), Marcus Carl Franklin (niñito afroamericano de escasos 14 años) y Ben Wishaw. Cada uno de ellos con un nombre distinto (Jude Quinn, Jack Rollins, Billy The Kid, Robbie Clark, Woody Guthrie y Arthur Rimbaud, respectivamente) que encuentra su propio significado proyectado en el mundo dylaniano, cada uno encarnando una faceta distinta de Bob Dylan: "poeta, fraude, profeta, fugitivo, estrella de electricidad".
Pobre mi amiga F. Ella trata de arreglárselas por las suyas, pero cada tanto se da vuelta y me pregunta "quién es ese?" o a veces se lo digo yo antes de que tenga que preguntar nada. Justo a ella le toca esto, ella que se confunde los nombres hasta de sus familiares...Y para colmo, esas facetas, que son fragmentos, pedacitos que intentan retratar al hombre más positivamente irretratable que existe, van apareciendo sin ninguna lógica particular, aparecen cuando se les canta, más o menos como el Dylan de carne y hueso. No hay hilo conductor, no hay orden cronológico. Todo pasa en distintos momentos y al mismo tiempo a la vez. Hay cosas que se dicen, pero mucho más es lo que queda implícito, flotando (o soplando) en el aire. Yo lo entiendo, V también. Pero F no sé. Y es que hay que tener con qué llenar esos espacios vacíos, en negro, que van dejando los distintos Dylanes, que no se tocan casi entre sí.
Yo ya había pensado la primer vez que ví la película (que en el fondo, no se diferencia mucho de ésta vez, que es como la quinta) que para aquel que sabe poco y nada sobre Dylan, esta película puede ser una verdadera pesadilla. Sencillamente te vuelve loco; no hay de dónde agarrarse. O tal vez sí. Lo único lógico, lo único más o menos transparente que pasa en la pantalla, no viene de la pantalla en sí, sino de los parlantes: las canciones. Las canciones, siempre escritas por Bob, a veces en la voz de otros intérpretes, a veces en la de su propio autor, atraviesan I'm Not There como su única guía medianamente coherente.
Aunque no me voy a poner a detallar la sensación eléctrica que me sacude cuando estalla "Stuck Inside of Mobile with the Memphis Blues Again" o "Ballad of a Thin Man" o "Visions of Johanna", "Positively 4th Street" u, obviamente, "Like a Rolling Stone", solamente voy a decir que aplaudo al director y a sus secuaces en lo que se refiere a la selección de temas para la película dentro del extenso repertorio de Bob Dylan: canciones hermosas y que a algunos nos suenan a hogar, combinadas a la perfección con las imágenes. Es ahí donde la película crece: en esos pequeños momentos, bastante efímeros, en los que ante nuestros ojos se materializa por unos minutos un microcosmos impenetrable, hipnótico, extremadamente dylaniano, cuando la frase justa de una canción (frases justas que en la obra de este hombre no son exactamente una rareza, sino que aparecen con inusual frecuencia) se cruza en el momento justo con esa mirada, ese gesto, esa linea.
Así es que pensándolo bien, sí hay una forma para los no iniciados de navegar en medio del huracán Dylan by Todd Haynes y llegar a puerto seguro, una alternativa para que mi amiga F no pierda el juicio en el intento: subiendose a sus canciones, una vez más y como fue siempre.
Promedian las dos horas de proyección y de a poco los actores empiezan a desaparecer del centro. Finalmente, él sí está ahí, porque la última escena la lleva adelante el verdadero Dylan, cuando el primer plano de su cara aparece inesperadamente en la pantalla.
Está ahí, inalcanzable, con su armónica que agoniza el final de "Mr Tambourine Man". Y puedo jurar que en ese momento, en la sala enorme no vuela ni una mosca.
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jueves, 17 de abril de 2008
Mientras se acercaba a la salida, le dió varias vueltas alrededor de su cuello a la bufanda de lana gris y se sacó de la cara los mechones de pelo que se resistían a entrar en la boina ("París no es París sin boina" le advirtió otro amigo viajero, y le regaló la suya).
Era la cuarta parada en el viaje de M, y se podría pensar que tras dos meses de andar rodando por ahí, la capacidad de admirarse frente a las grandes nuevas ciudades se iría perdiendo. Pero nada de eso. Seguía fascinándose con cada nueva calle que conocía, con las personas que iba encontrando en el camino, con cada olor o comida extraña.
M estaba ahora caminando con su guitarra al hombro, tiritando de frío y tosiendo de tal forma que los transeúntes se daban vuelta para ver qué le pasaba a la pobre chica de la tos tuberculosa. Pero ella era feliz, más feliz que nunca.
Desde que partió de su casa, M había trabajado limpiando baños, lavando platos, cocinando pan y siriviendo mesas en bares de las ciudades que visitaba, sin instalarse demasiado en ninguna ni deshacer las valijas por completo. La consigna era recorrer en ese año tanto del mundo como el bolsillo y su físico le permitieran. En cuanto al primero, al no pretender demasiado confort y contar con la capacidad de entablar amistad con casi cualquiera, que generalmente se mostraba más que dispuesto a compartir su techo con ella, hasta el momento no había representado un problema. El físico, por otro lado, ya había empezado a pasarle factura con varias gripes que nunca terminaban de curarse.
Ahora en París, la madrina de la tía del hermano del amigo de su prima segunda, se había ofrecido a hospedarla mientras quisiera quedarse. Madame R era una solterona que vivía sola y estaba feliz de poder contar con otra compañía que no fuera el puñado de gatos que tenía por mascotas. Le gustaba hablar a la señora, tal vez hasta demasiado. Pero M no se podía quejar: techo y comida gratis por tiempo indeterminado, todo a cambio de dedidarle un par de horas de charla después de cenar. Dejando de lado la incontinencia verbal de la que era víctima, Madame R era interesante e inteligente, y contaba con una biblioteca enorme que estaba siempre dispuesta a compartir y discutir con M. Como si fuera poco, la habitación que le había sido destinada era un ático enorme y perfecto, cuya ventana más grande ocupaban casi la totalidad de una pared y desde la cual tenía una vista panorámica del Sena que envidiraría cualquier hotel cinco estrellas . La otra ventana era una redondita y chiquita, que apuntaba directo...a la Torre Eiffel.
Viéndose librada de la obligación de ganar lo suficiente para pagar una renta semanal por una cama donde dormir, M había decidido correr un riesgo y llevar a la práctica el gran lugar común del que tanto había escuchada y del que tanto había hablado: ser una de esos que tocan la guitarra por monedas en el subte de París. Y se daría el gusto de elegir el repertorio que más le gustara a ella y a nadie más, con Joni y Bobby y John, Paul y Ringo y George, aunque no Jimi, por respeto.
Y de ahí volvía cuando la encontramos.
Cruzó media ciudad caminando, nada más que para poder disfrutar París de noche. A pesar del frío y de que los ojos se le llenaran de lágrimas por el viento gélido que los azotaba, ella los abría enormes. Era sábado y las calles estaban llenas de gente, aunque en la medida justa, no tsntas como para molestar.
Casi llegando a la casa de Madame R, pasó por la puerta de un café minúsculo, en una esquina, con un toldo de franjas rojas y blancas, con maceteros florecidos y mesitas para dos en la vereda empedrada, que ahora estaban todas vacías; y escuchó un bandoneón venir de adentro. Miró el interior y vio tres hombres, dos de ellos sentados en una de las mesitas, uno con el bandoneón sobre la falda y el otro cantando, y el tercero, el dueño al parecer, con un repasador en las manos, secando vasos y riéndose de los otros dos. Los tres tenían las caras muy rojas y estaban muy sonrientes, y varias botellas vacías de vino sobre la mesa sugerían el motivo.
M sonrió mientras los veía. Como tantas otras veces a lo largo de su viaje, deseó con toda su alma haber tenido una cámara encima para poder congelar esas imágenes perfectas de lugares perfectos. La misma sensación la había atacado la semana anterior, cuando vio cruzar por la calle a un hombre con una polera blanca y negra con rayas horizontales, bigote finísimo y pañuelo anudado al cuello, andando en bicicleta y cargando en el canasto de adelante una docena de baguettes.
Sin darse cuenta, M se había detenido en el medio de la vereda, con la vista fija en el café del bandoneón, que ahora había apagado sus luces en señal de que los tres hombres se habían ido o a dormir o de juerga.
Algo le cayó en la nariz. Alzó la vista. No estaba demasiado segura, pero parecía nieve. Sí, era nieve. Giró sobre sus talones y vió cómo la luz de las lámparas de la calle y de la luna se reflejaban en los copos que caían entre ella y las torres de Notre Dame un poco más lejos. Otra consgina de su viaje había sido que decidiría sobre la marcha cuánto duraría su estadía en cada lugar. Recordó que T, italiano, el primer amigo que había hecho en su travesía, le había escrito pocos días antes, invitándola a Positano, donde él se encontraba por esos días. Y en ése preciso momento, resolvió que la nieve sobre Notre Dame sería su última imágen perfecta de la perfecta París.
Se cerró el saco de cuero hasta arriba y ajustó más que nunca su bufanda gris. Era tarde, y Madame R debía estar esperándola para cenar y comentar el libro de turno.
martes, 15 de abril de 2008
Perfil(ándome) II: Como Jo March
Perfil(ándome) I: En el camino
El mismo día en que, resignada, me había decidido a comprarlo nuevo, me detuve en una librería de usados. Y ahí estaba, delante de todos los demás libros en el estante de “Literatura Universal”, casi esperándome, “En el Camino”. Casi sin creer mi suerte, fui hasta el mostrador, donde el dueño del local me sonrió y me comentó emocionado que ese libro había sido su Biblia cuando era joven. Yo tenía infinitas expectativas puestas en lo que “En el Camino” provocaría en mí, y lo que dijo el vendedor no hizo más que acrecentarlas. En ese momento, sentí una especia de complicidad entre él y yo, una misma búsqueda.
“En el Camino” habla de un escritor, Sal Paradise, que tiene mucho, prácticamente todo de Kerouac, del viaje iniciático que emprendió, que en realidad fueron tres idas y vueltas frenéticas a lo largo y a lo ancho de Estados Unidos, de Nueva York a San Francisco, de Chicago hasta México; habla del vuelco que dio su vida al conocer a Dean Moriarty, que además se convirtió en su compañero de ruta en esa aventura.
Pensé entonces en cómo todos conocemos o conocimos alguna vez a uno o varios Dean Moriartys que sacudieran los cimientos de lo que creemos que somos y que queremos; tuve ganas de subirme al auto destartalado de Dean y de vivir, aunque sea por un tiempo, en la carretera, rodeada de poetas y escritores y yendo a clubes en Nueva Orleans para escuchar hasta cansarme el floreciente be-bop que los fascinaba. Pensé también en que cada persona que leyera el libro seguramente haría una lectura diferente, encontraría su propio reflejo de sí mismo en los personajes; a cada uno, la historia le diría algo distinto.
Es una historia de locos, de viajar no para llegar a algún lado, sino por el sólo placer de estar en movimiento y cambiar y desplazarse constantemente, de vivir en el límite y de hacerlo todo, hasta casi destruirse; también un poco de escapar de uno mismo. Eso, por lo menos, es lo que la historia me dijo a mí, acá y ahora.